martes, 5 de junio de 2007

Laberinto y final


Plenamente borracho estoy. Plenamente digo y lo afirmo, porque soy consciente de ello, de mi ebriedad manifiesta y exagerada.
Una sombra pasa; un suspiro y una mano roza mi hombro. Algo cae en el bolsillo de mi saco.
Lo busco, lo toco. Una postal de Rosario. Sé que es mi ciudad por el monumento a la bandera, porque si fuese por esos altos edificios y este largo puente en primer plano diría que tal lugar no existe. Detrás un mapa hecho a mano en tinta roja y en rojo también una leyenda: Sigue las señas y encontrarás la salida. Me agrada el reto, lo hago; tomo una calle, luego otra, doblo tres veces a la derecha, luego dos a la izquierda. Un pasaje, y luego una larga callejuela de adoquines, oscura y sucia. Terminan los signos. Frente a mí, una puerta que era blanca y que ahora tiene el color del tiempo. Un farol amarillo que no alumbra y una enredadera podrida devorando las paredes. Es mi casa. Cambio el asombro por una risa amarga y busco las llaves: No están, ¿Las he perdido? ¿Alguien las ha tomado?. Toco a la puerta. Me siento algo triste y considerablemente menos borracho. Alguien sin rostro (no lo veo) me abre; mi voz es un silbido tras una mordaza, estoy muy cansado: ¿Quién es usted? ¿Qué hace en mi casa?
Soy la muerte y esta es ahora mi morada.


Hernán Mierez

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