viernes, 17 de agosto de 2007

Carta de Amor


Alma mía:

He perdido ya la cuenta de cuántas cartas te he escrito. Y digo escrito, y no enviado, pues muchas de estas cartas han muerto ni bien nacidas. Primero es furia lo que arrebata mi ser y luego es lástima y melancolía lo que aflora, al ver esas palabras arrugadas, moribundas sobre el papel olvidado en un gris rincón.
Y aunque he usado todas las expresiones de amor y cariño, de ternura y calor, todavía siento debajo de la piel, ese cosquilleo sin origen, ese temblor del ánimo cuándo el corazón agita las aguas de un cuerpo enamorado y frágil.
Hay en la casa, en las paredes, en las telas raídas de las cortinas, ese olor tuyo, ese eterno aroma a vos mi vida. Parece absurdo, pero desde que te fuiste, desde que huiste de mi lado, tu presencia ha adquirido visos de leyenda inmortal, de historia trágica, que mezcla los sabores, que une el amargo de la ausencia, con el dulce de la espera, de lo bueno por venir, y lo insulso de la esperanza que se hace larga, que se estira y filosa, corta en dos el deseo, cansado ya de esquivar la adversidad.
Siempre me pregunto mi amor, si todavía ha de gustarte este lenguaje mío, esta manera de hablar, de comunicarme, “Tan increíblemente nostálgica y queda, tan triste en esencia, tan pesimista”, como me decías, después de escuchar mis interminables pláticas y mis reflexiones sin motivo ni dirección... ¿Acaso alguna vez lo sabré?. Creo que no, pero al menos me contenta la idea de imaginar, que si no te gustara, me lo harías saber. Tu silencio es mi amigo. De alguna manera no es resistencia, no es desprecio, y tanto es mi amor por vos, que solo eso me significa una ventaja, en medio de esta maldita tempestad de olvido y distancia.

Ayer, después de mucho tiempo, y como te he dicho que debía hacer en cartas anteriores, me armé de valor y me encomendé a la ardua labor de acomodar y clasificar, de una en una y metódicamente, todas tus cosas encerradas en aquél viejo y desvencijado arcón. ¿Lo recuerdas?, ése trasto que rescataste del galpón del viejo Heredia, ese que imaginabas fue un baúl usado por piratas para esconder cierto tesoro manchado de sangre. Pues bien, así lo he hecho y he terminado hace poco más de unas horas. Cuántos recuerdos, cuanta imagen viva, fotos sin tiempo, con rostros, gestos, sonrisas tan amadas, que parecen incendiar mis ojos, llenar de luz la oscuridad de mi espíritu torturado. Cartas, muchas cartas, poemas sin rimas pero sinceros, dos anillos opacos ya, y ese mechón de pelos rojizo, ése que me regalaras estando borracha, con tu cara brillando como la luna, después de habernos hecho el amor por primera vez. Me pediste jurar por mi vida jamás traicionarte. Y yo lo hice con ganas, muchas veces, mordiendo mis labios hasta saborear mi propia y cálida sangre, como si eso te pudiese convencer de la veracidad y tenacidad de mis palabras de enamorado.
Y no dudes que así fue. Ni ayer, ni hoy, ni nunca, aunque no estés aquí, me atrevería a quebrar ese juramento. En el fue mi vida, el pálpito y el aliento de quién será tuyo por siempre. En tu lejanía, en tu soledad, o en la compañía de quien sea y que no quiero saber, debes creer en la fortaleza inalterable de mi fidelidad. Aunque el dolor sea una soga que me asfixie, siempre habrá un suspiro en mi garganta, aguardando tu regreso.
No te miento si te digo que muchas veces, desorientado por la perversa incertidumbre, vi mis manos temblar y lágrimas caer por mis mejillas frías. Así es, las fuerzas se van, se atenúa el hambre de victoria del guerrero, y es lo peor; ahí es cuándo el alma puede morir, caer en el pozo de la desesperanza y no volar nunca más. Me ha pasado sí, lo he vivido, pero siempre un pequeño y delgado hilo de esta rara existencia mía, logra quedar aferrado a vos, a lo que fuiste, a lo que aún eres. Entonces amanezco con el tiritar de tus besos en mi espalda, con el susurro devorador de tu placer en mis oídos. Aprietan mis dedos nerviosos, las sábanas que arden con tu memoria. Y me desmayo feliz, intoxicado de recuerdos latentes y furiosos.
Entonces, como ahora, me pongo a escribir. Y estoy seguro que esta carta si la enviaré. Como un sacrificio que se repite, pondré este papel en un sobre y lo veré hundirse en la negra boca del buzón, testigo mudo de mis ilusiones eternas. Y aunque el empleado postal, ya cansado o aturdido, me jure en una mueca grotesca, que los muertos no tiene un destino cierto, jamás cederé ante la idea de no volver a besar tus labios exquisitos.


Hernán Mierez ®

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